Aún estaba en un profundo sueño cuando sonó el maldito despertador. Como siempre, me despertó con un buen susto. Miré hacia él y…
– ¡Mierda, son las ocho!
Me quedé pensando un momento y recordé el sueño que había tenido escasos segundos antes. En él había un chico de hermosos ojos grises en los que podía observarse un destello, un destello de vitalidad, de fuerza, de alegría, de juventud. Este me perseguía y sonreía pícaramente corriendo a lo largo de un tramo de bosque, un bosque que jamás había visto. De repente se paró y me atrapó entre sus brazos, entonces desperté.
Empecé a repasar mentalmente mi catálogo de caras conocidas, pero no pude identificarla con ninguna. <<Aunque eso no quiere decir que no le haya visto antes>> pensé, ya que nuestro cerebro no inventa caras cuando estamos soñando. Son caras de gente real que hemos conocido a lo largo de nuestra vida, pero que la mayoría de veces no recordamos. El malvado asesino que te persigue cansinamente a lo largo de tu sueño puede ser el repartidor de pizzas al que ni siquiera le prestaste atención ese mismo día.
Cuando terminé de reflexionar, miré el reloj. Habían pasado ya cinco minutos, así que me apresuré a vestirme, me puse un pantaloncito estrecho y la camiseta del concierto al que fui la semana pasada.
A las 8:10 salí precipitadamente en dirección a la parada de autobuses que debía tomar para llegar a la Universidad. Empecé a correr como si me llevara la vida en ello. El autobús salía a las 8:15, no podía perderlo o llegaría tarde el primer día.
De camino, encontré a mi amigo Marcos actuando de una forma extraña. Miraba hacia todos lados, como si buscara algo. No me sorprendió, era habitual en él comportase de forma semejante, siempre con sus paranoias.
-¿Qué haces, Marcos?
– Nada, he venido a acompañarte a la uni.
– Gracias, pero no hacía falta. Además, ¿tú no trabajas por las mañanas?
– Emm… No, tengo el turno de tarde –Dijo mirando hacia el suelo, como cuando tenía vergüenza de contar algo.
Después de conocer a alguien durante tanto tiempo aprendes cada uno de sus gestos y su significado. En pocos segundos supe cuál había sido la razón de aquel gesto, la razón por la cual había decido acompañarme en mi primer día del segundo curso de universidad. Me detuve y él también. Sin vacilar pregunté:
– ¿Han vuelto a despedirte del trabajo?
Él enmudeció y miró hacia abajo, hecho que equivalió a una afirmación. Tras el breve silencio en el que retomamos el paso hacia la parada de autobuses, su voz rompió aquel instante de complicidad:
– ¿Y ahora qué?
<< ¿Y ahora qué?>> Eso me preguntaba yo. Respondí con sinceridad:
– No lo sé.
Marcos había abandonado sus estudios. Solo se había sacado el graduado de secundaria y se había puesto a trabajar con su hermano en el taller que antaño había pertenecido a su difunto tío, pero la crisis llegó y, como la mayoría de negocios, se vieron forzados a cerrarlo. Desde entonces había tenido ya diez trabajos en sus veintiún años -uno más que yo-. Bien por una excesiva acumulación de retrasos bien por su poca maña, no había durado en ninguno de ellos más de dos meses.
Cada despido venía seguido del mismo ritual: un silencio tras el que yo adivinaba su pesar, el mirar hacia todos lados evitando a su madre, evitando que se enterase de que había sido despedido otra vez y, por consiguiente, la fría mirada de decepción de una madre, una mirada difícil de olvidar.
Llegué unos minutos tarde a la clase que había apuntada en el tablón. Aun así muchos de los estudiantes de esta materia no habían llegado todavía y el profesor tampoco había hecho acto de presencia.
-Viva la puntualidad-dije en voz casi inaudible.
Estando en la cafetería unos chicos soltaron unas gallinas a las que hicieron competir por el corredor de la universidad, montando un gran alboroto.
– Anda que menudas novatadas hacen los del último curso. – dijo una chica a la que había visto en varias de mis clases y que se había sentado a mi lado.
– Pues sí.-Dije moviendo distraídamente la cuchara del café.
Fui directamente a casa después de acabar las clases que, aunque agotadoras, pasaron rápido.
Al abrir la puerta, mi gato Darwin vino corriendo hacia mí. Era prácticamente blanco a excepción de sus orejas manchadas de gris y marrón, una manchita que tenía en la nariz a la altura de sus ojos, sus patas también marrones y el extremo de la cola, que era de color negro. Sus ojos eran grandes y redondos de un pálido azul, semejante al de la gélida escarcha.
La mañana siguiente no recordaba haber tenido ningún sueño, cosa que me desilusionó, pues desde pequeña escribía los sueños que había tenido, todos y cada uno de ellos en un librito de tapas duras de color azul. Nunca había escrito un diario, pero aquello era lo más parecido que había hecho. De una forma u otra estaban llenos de significado, mostraban mis miedos, mis ilusiones y los lugares más recónditos de mi mente.
Cuando llegué a casa el segundo día de clases, me sentía sin fuerzas y me tumbé en la cama. Todo a mi alrededor daba vueltas.
De repente allí estaba, en el mismo lugar del sueño anterior, en un bosque de un maravilloso verde intenso. El aire era fresco y podía oler a humedad. Había llovido unas horas antes.
En un primer instante me había dado la impresión de que aquello era real, pero sabía que era un sueño, pues escasos minutos antes estaba en mi habitación.
Percibí un sonido detrás de mí, el crujir de unas ramas que se astillaban. Me apresuré a darme la vuelta pero fue en vano, detrás de mí no había nadie, ni nada.
Escuché la melodía que llevaba puesta en el móvil, me sobresalté y desperté. Mi corazón latía desbocado. Me levanté aturdida y respondí a la llamada. Era Marcos.
– Hola, Selene, ¿a que no sabes qué me ha pasado?- dijo con una voz que sonaba extremadamente ilusionada.
Tardé en reaccionar, por lo que insistió de nuevo.
– ¿Qué te ha ocurrido?- Le pregunté.
Después de un cuarto de hora al teléfono hablando con Marcos, o mejor dicho, después de que él hablara, ya que no me permitió articular ni media palabra contándome emocionado que le habían dado una segunda oportunidad y que mañana mismo volvería al trabajo, bajé al salón, cené y renové las reservas del bol de comida de Darwin, que se lanzó hambriento a su encuentro.